Llevo un mes intentando creer lo que me pasa. Nada ha cambiado, pero me siento distinta. Mi trabajo es el mismo, mis problemas económicos también y sigo sin suerte en el amor. Todo ese caos con el que tengo que luchar cada mañana se mantiene igual, aunque desde hace un mes me perturbe menos.

Ni siquiera ese infortunio de los tiquetes baratos ubicándome lejos de la ventana del avión ha cambiado. Estoy en esta silla, mirando hacia el pasillo, pensando si a alguno de los que viajan en este avión también le pasó que desde el 22 de diciembre su vida es otra.

Cada mañana de estos 30 días han sido de soñar con que el día que empieza vuelva a suceder exactamente igual a ese miércoles. No fue nada especial, al menos no hasta las 7:00 de la noche, pero ver en retrospectiva descubre lo exactos que son los hechos, a pesar de que en su momento los padecimos.

Quiero que todo vuelva a ocurrir igual: levantarme a la misma hora, desayunar el mismo número de pandebonos, almorzar tarde, sentir la misma ansiedad, volver a vivir esa angustia por ese salto al éxito o al fracaso que estábamos por dar.

Todo quisiera mantenerlo intacto, porque ese 22 de diciembre el Deportivo Cali salió campeón.

¿Cuánto lo habíamos soñado? Eso es obvio: siempre. Cada que inicia un campeonato tienes en mente ese momento del árbitro alzando el brazo para indicar que la copa es para vos y que ya nadie te la puede quitar. Incluso ahora, después de un mes de tenerla en nuestras manos, pienso en volverla a ganar. El deseo es eterno, siempre quieres más. 

¿Imaginamos que iba a ser como fue? Creo que muy pocos, o casi nadie, pensó que se iba a dar contra el equipo que hace 17 años nos incrustó en la memoria uno de los recuerdos más amargos. Tampoco que iba a ser de la mano de quienes la pusieron en nuestro estante y menos que la historia iba a contarse así. 

Pero yo no le cambio nada. No le quitaría haber sufrido con Arias al punto de vernos eliminados. Tampoco que una parte de la hinchada cuestionara a Preciado, aunque ya había demostrado suficiente dejando todo por venir; me gusta pensar en esos 13 momentos que tuvieron que comerse sus palabras. Yo volvería a perder en Pasto para que llegara Rafael Dudamel, volvería a perder en Medellín para que sacara la tablet, incomodara a la prensa y después los silenciara para siempre. 

Dejaría que la clasificación se hubiera dado entre tantas dudas, que la fe no fuera común y sentir de nuevo esa satisfacción de verlos regresar a nuestra casa a llenarla y hacer de ella el núcleo de todas las alegrías que vivimos. 

Yo volvería a dejar que Colorado hiciera ese penal en el último minuto en Barranquilla. Elegiría de nuevo que expulsaran a Darwin Andrade y que Nacional nos empatara. Retomaría ese palazo al último momento en Medellín y ese vacío de sentir que por poco se nos va la victoria. 

No cambiaría las trancas antes de entrar al estadio, que el juego se atrase porque los buses de los equipos no podían pasar entre la multitud. Volvería a ese partido con las mismas personas, las abrazaría igual, gritaría lo que grité, lloraría lo que lloré. Viajaría a Pereira con los amigos con los que viajé, así mismo: aunque el partido no definiera nada, aunque perdiéramos.

Me volvería a enojar por la venta irregular de la boletería, me estresaría otra vez y sentiría de nuevo esa angustia de quizá quedarme afuera. Escogería a las mismas personas para la mejor previa de mi vida, abrazaría de nuevo a los amigos que ese día me encontré y cantaría “todas las tardes antes de ocultarse el sol” la misma canción. 

No cuestionaría ese 1-1 del partido de ida. Gritaría igual ese gol de Preciado, abrazaría en el mismo orden las personas que abracé cuando lo anotó y me caería de la misma forma que me caí mientras lo celebraba. También saldría igual de aburrida y con el mismo miedo para enfrentar la vuelta.

A Menosse no le recriminaría su error en el gol del Tolima. Dejaría intacto el tiempo que transcurrió en medio de la frustración y a las 8:49 de la noche volvería a embelesarme con el pase de Valencia, el pivote de Angelo y el remate de Vásquez para retomar la esperanza, para volver a creer.

Luego, en adelante, quisiera olvidarme de lo que sentí. No porque odie ese momento, al contrario, para vivir como primera vez la mano de Caicedo, para arrodillarme de nuevo ante el televisor y pedirle a Harold que -una vez más- diera todo por nosotros. Para ver con el mismo asombro la actitud de sapiencia y grandeza que tuvo y, en un acto de liberación por los años de fracasos, caer al piso rendida ante la nueva certeza de que lo dimos vuelta y que iban a tener que matarnos si nos querían quitar la gloria.

Dejaría que ocurra así: a las 9:05 de la noche, a 18 minutos de terminarse. Que vuelva a transcurrir ese tiempo de temor, de apretar y sufrir, solo para ver cómo el equipo de Dudamel, al contrario de todo lo que estábamos sintiendo, se plantaba firme, impasable y seguro de que esa noche el trofeo viajaba a Cali. 

Ya casi termina el vuelo. Estoy a 1039 kilómetros de casa y a pocos de iniciar una nueva aventura, cumpliendo mi promesa de no fallar en ninguna cancha esta campaña. Vine a avalar con kilómetros que el Deportivo Cali me cambió la vida desde que puedo decir que tenemos 10 estrellas, que somos los campeones y que aunque lo demás siga igual, soy feliz, eternamente feliz. 


Sara Otálora

*Fotos: Archivo Particular Sara Otálora