Había querido contar esta historia hace mucho tiempo, cuando la conocí, creo que en 2014. Era un partido en nuestro estadio, a las 7:45 de la noche. Llevaba tiempo yendo con ellos a la cancha y me inquietaba ese espacio de madre e hijo que compartían. Y mientras pasábamos el pico y placa en el aeropuerto, ella me reveló cómo terminó yendo a la cancha cada fecha, aunque no era fanática de este deporte.
Nunca escribí su versión hasta ahora, seis años después sentada en una banca en una avenida peatonal de San Andrés, el paraíso que le abrió las puertas al fútbol profesional y a ellos, doña Angela Hernández y su hijo Juan Felipe Ortega.
Son, quizá, una historia más de las tantas que pululan alrededor del fútbol y que confirman ese vínculo inquebrantable que el balón pone entre padres, hermanos, amigos y hasta desconocidos.
Van al estadio juntos desde 2007, se hicieron socios en 2012 y ya conocen cuatro plazas nacionales, la isla entre ellas -La más alejada y de mayor dificultad de acceso hasta ahora.
Doña Angela, como le digo aunque le moleste tanta formalidad, atribuye a su amor de madre la pasión que los ha unido más allá del vínculo familiar. “Lo hago porque me gusta compartir con mi hijo”, dice mientras lo mira y sonríe, como consciente de que ha sido la mejor forma de acercarse a él para siempre.
Juanfe, por su parte, no habla desde lo emotivo. Lo suyo son datos y fechas puntuales. “Fuimos la primera vez en 2007… -No, fue en 2008 -la interrumpe- ¿te acordás del clásico que le pegaron a Carreño?”. No hay duda, él es el exacto.
Hay que calcular el amor de esta mamá para meterse a un América-Cali con dos muchachitos de 10 y 11 años (ojalá sea exacta para no fallarle a Juan). Hay que calcular su valentía para correr esa noche en San Fernando mientras el menor “¡Se le tiraba a los carros!”, cuenta aún impactada.
Y hay que entender ese amor cuando te devela la razón: “me aburrí de esperar que el papá les cumpliera”, dice sin pena. Doña Angela ha sido casi que mamá y papá en la vida de los hermanos Ortega. Son tres: Maria Alejandra, con quien comparte “cosas de niñas”; Juanfe, el que la adoctrinó al fútbol, y Álvaro José, el que más la sorprende por lo sincero que es cuando le cuenta su vida.
Basta pasar media hora con ella para que en ese tiempo le resuelva algo a María vía telefónica, le ayude a Álvaro con algunos pedidos de sus negocios y cuadre a qué hora salir del trabajo para alcanzar a llegar a tiempo al estadio con Juan, eso sí con varios minutos de antelación para colgar el trapo que hace cuatro años ponen en occidental, el que dice “fútbol – trabajo, una escuela” con las fotos de Bilardo y Pecoso entre olivos dorados.
Conociendo eso ya no es extraño que ese día me esté repitiendo la historia mientras se come una hamburguesa sin cebolla ni salsas en una sede de El Corral, en San Andrés, un día después del partido por Copa Águila.
“Yo le compraba la boleta al papá de ellos y hasta le prestaba el carro para que los llevara y ni así”, rememora indignada. “Aaajj -se exalta-. Un día dije que yo tan boba, que me iba yo con ellos” y así empezó a vivir lo que solo conocía por las transmisiones radiales que su hermano ponía mientras cumplían con los deberes en casa.
“Yo sabía de Angel María Torres y todos ellos porque mi hermano sí era fanático”, contó… Hizo una pausa y agregó “… Bueno, me gustaba ver fútbol para ver a esos papacitos”, se sonroja y se ríe.
También coleccionó el álbum de algún Mundial, Juan lo sabía porque ella se lo había contado y él tiene esa capacidad de guardar en su memoria el más sutil detalle, aunque lo haya presenciado una sola vez.
A JuanFe lo conocí en 2012, en el parque de las Banderas, previo a un partido. Justo ahora lo recuerdo porque me lo ha tenido que mencionar varias veces. Se acuerda hasta qué llevábamos puesto y por qué nos vimos. Es así con todo: con el fútbol, con sus amigos y con su vida. Un tipo exacto, pero noble, puro y gran hijo.
“-¡Gracias, mi niño hermoso! -le dice Angela a Juan después de que él le pagara un vestido que él mismo le insistió para comprarlo, porque sabía que le había encantado- aaah es que él es un buen hijo y hermano”, agregó doña Angela. No hubo respuestas al beso que ella le quiso dar, y que no pudo porque Juan es tan alto que hay que empinarse para saludarlo. No hubo respuesta porque él es así, su amor nace de otras formas.
Hace un mes que Juan regresó a Cali proveniente de España. Está estudiando allá y viene cada tanto. Esta ha sido su estadía más larga desde que se fue en septiembre de 2018 y contó con la suerte de coincidir con este partido. Habían venido a la isla hace menos de un mes, pero regresar no era negociable. Una cancha inédita los esperaba.
«Fue una volada flash, días de descanso no remunerado”, confiesa la mamá con un tono de “en qué me metí”.
“Pues mandale la foto en el O’neil al jefe”, le bromea Juan, mientras ella se sobresalta y responde con un “ni loca”. Son, antes que mamá e hijo, amigos, pero no cualquier amigos. Son parceros de cancha.
Socios desde 2012, cuando “habían unos amistosos en Pance y nos dejaban hacer en la malla para verlos” -aclara Juan- han convertido al Cali en una especie de reunión familiar en la que incluso Tila, la hermana de doña Angela, y Alba, su mamá, disfrutan o sufren, dependiendo el caso.
“Me acuerdo que con mi mamá lo esperábamos afuera de la sede. Mientras salía, vimos que los muchachos buscaban cosas en el piso. Pensamos que se les había caído algo hasta que empezaron a sacar tremendos cuchillos. No, desde ahí preferí que entráramos”, relató Angela, quien sigue pagando la acción aunque va cada tanto al estadio y las sedes desde que Juanfe se fue a Europa.
Ahora los pases los aprovecha Juan Pablo, el hijo de una amiga de Angela que “me recuerda a Juan, porque es así muy ferviente por el Cali”, dice un poco nostálgica.
Está empezando a cederle a su amiga lo que alguna vez vivió ella: ese proceso de encantamiento por un deporte que nunca les llamó la atención. “La verdad es que al principio iba y pensaba ‘a qué hora se acaba esto’”, confiesa casi susurrando.
“Pero ahora le gusta”, refuta Juan. “Sí, me gusta ver y me divierto. Lo mejor es que comparto con mi hijo”, reitera.
Lo disfruta porque han sido incontables las anécdotas juntos. Como el hotel de mal aspecto que visitaron en Ibagué y el taxista que los dejo en zona de hinchas pijaos. O el día que terminó en sur con el Frente Radical, en uno de los primeros amistosos jugados en nuestro estadio. También se llevan otros tantos de la isla: ella sentada mientras la barra se mueve al son del “y ven a ver cómo se mueve…”, o ella con manos arriba cantando “Cali, sos mi vida mí pasión…”.
Ha sido un viaje inolvidable para todos los que fuimos a conocer la cancha nunca antes pisada por el fútbol de la «A». Pero para ellos, más que eso, fue la confirmación de que el Deportivo Cali les ha dado un vínculo inquebrantable que retumbara en cada abrazo que se dan desde las sillas de occidental en Palmaseca, o ahora desde cualquier cancha.
*Sara Otálora escribe para germanchos.com como una invitada maravillosa y todo lo expresado por ella en este escrito obedece a su investigación, criterio y responsabilidad.
*Fotos: Archivo personal de doña Angela Hernández y Juan Felipe Ortega
Sara Otálora.
Le pregunté a Sara acerca de la manera de presentarla, y me dijo: «Cuento historias, sigo a mi equipo y a mis impulsos. Busco escritura, no tener hogar y hacer lo que me nazca. Soy un constante intento de viajera y periodista» y si, así es ella. A Sara la podés contactar en su Twitter @SaraOtalora